Cómo tenés en claro de que
deberían ir con el periodista, ese tal Luciano que les mencionó el señor
Montacna, dirigís tus esfuerzos a convencer a Germán y Facundo y eventualmente
lo lográs. Esperas que tu decisión haya sido la correcta pero no podés evitar
entrar en duda un momento, y con razón. Sabes que de ahora en más, en el lío en
que estaban metidos, las consecuencias de cada elección que tomen pueden ser
catastróficas, pero tampoco pueden darse el lujo de premeditar tanto cada
movimiento, porque el tiempo es tirano y los enemigos rondan cerca,
omnipotentes. Todo puede pasar de ahora en adelante, debes aceptarlo, y la
decisión y la convicción brillan en tu mirada con la frente en alto cuando se
disponen a marchar.
—Buena suerte, chicos—les desea el señor Montacna cuando les
da sus dos Artefactos, para luego decirles y arreglar los comandos para
dirigirlos al lugar de encuentro con este periodista, y sin demasiado tiempo
que perder, presionan el botón parecido a una barra espaciadora de un teclado
de computadora y la luz que emite el aparato los hace desaparecer del umbral de
la casa en el medio de la nada a otro lugar.
Aparecen en un lugar bastante
reducido, una habitación con espejos en tres de sus paredes, en la cual los tres
a duras penas pueden entrar con los aparatos en mano, y si bien en un primer
momento dudaste, ahora, segundos más tarde, es fácil darse cuenta de que se han
aparecido dentro de un ascensor. La puerta metálica, el panel con los botones
de los diferentes pisos y el hormigueo en sus estómagos al ascender o descender
lo delata. Miras la pequeña pantalla que muestra el número de los pisos y
compruebas que están subiendo, y que deben haberse materializado en un edificio
bastante grande y alto porque cuando se detienen un minuto de silencio después,
el marcador indica que están en el piso veinte y había una importante colección
de botones debajo del número. Delante de ustedes, al abrirse la puerta, está
plantado un joven hombre que ni de asomo llegaba a los treinta años, que
llevaba puesto un par de anteojos y el pantalón, camisa y corbata de un traje
al que solo le faltaba el saco, pero el calor seguramente lo había obligado a
despojarse de él. Su cabello corto y parado lo hacía lucir seguramente más
joven de lo que era, y se notaba que era muy inteligente y, al parecer,
exitoso. “¿Éste es
periodista?”, pensás. “Con esa pinta
podría ser un abogado, un empresario”. Era sin duda alguien de poder, y de
saber también, que al momento en que los ve les dice con cara seria:
—Mientras estén aquí no se les ocurra apretar un solo botón
de esas cosas o lo van a lamentar—y ustedes se miran, extrañados, pero antes de
contestar que no lo pretendían hacer de todos modos, él los continúa examinando
serio detrás de sus anteojos y les hace una señal con la cabeza al continuar: —Vengan,
rápido— y ustedes lo acompañan. Él vigila que en el ascensor no hubiera más
nadie, lo cual era físicamente imposible, antes de guiarlos por un pasillo que
daba a ciertas puertas, seguramente otros departamentos, y él los apura a pasar
directo al suyo, mirando a las otras puertas y a la ventana del fondo como si
detrás hubiera espías dispuestos a atacar, cosa que no era así. Detrás de
ustedes cierra la puerta con llave y corre un mueble más hacia la entrada antes
de hablar. Mientras lo hace, va corriendo a cerrar todas las cortinas, y te
hace preocupar.